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Dios y Apocalipsis

De más está decir que fui incapaz de frenar el bote, que se dio de lleno contra las rocas de la costa. El impacto abrió una brecha en el casco y mi cabeza se estrelló contra el cristal de la cabina. 

A pesar de mi físico casi esquelético logro colgarme a Héctor al hombro. Salto a la marea (todavía puedo sentir cómo el agua me adormeció la piel bajo el pantalón y las botas) y me abro paso entre la niebla y las olas. Sólo entonces puedo ver la cantidad de porquería que, arrastrada por el mar, se acumula en la playa. Me dejo caer, agotado, sobre la arena y miro a mi alrededor. Décadas y décadas de residuos marinos se agrupan en la costa. Salvavidas, valijas, botellas y latas de cerveza, enormes ramas podridas por la humedad, un río de caracolas desahuciadas. Cuando recupero el aliento vuelvo a levantar a Héctor y recorro el basural. Es ahí que descubro, entre toda la mierda, el cadáver devorado de un delfín.Y como si fuera poco, al levantar la vista me encuentro con los restos de un pingüino muerto hace tanto tiempo que ni siquiera las moscas revolotean a su alrededor. Sigo caminando y veo más y más pingüinos deshechos que describen una línea infinita a través de la playa.

Pero ni este paisaje tan fatal me preparó para lo que me encontraría más al sur. 

A pesar de su formidable tamaño, no lo veo hasta que estoy a unos diez metros, cuando la neblina me lo permite. Enorme, como un buque, emerge del vapor el esqueleto pálido y monumental de una ballena. 

Dolores atraviesa los espacios vacíos entre sus costillas, las cuencas de sus ojos, las fauces que nacen de su cráneo como si quisiera darle algún tipo de consuelo. La lluvia lo acaricia con gentileza. Sus aletas se extienden a los lados, cual cruz, y los huesos pálidos de su cola se pierden en la espuma de las aguas que chocan con la costa. Su cráneo se hunde parcialmente entre la arena y las algas y los troncos muertos. Está ladeado y apunta hacia mí, como si me mirase a través de sus cuencas vacías. La imagen me estremece y me inunda una sensación terrible, una mezcla de angustia y pánico, pero también de fascinación, como si tuviera ante mí el cadáver de Dios.

El ex animal, desnudo de su armadura azul y con sus huesos atravesados por grietas ramificadas ad infinitum, consolado como un niño por Dolores y la lluvia, está lejos de parecer frágil. Sospecho que hay un millar de ballenas esqueléticas acechando en las playas de todo el Atlántico. La idea me pone nervioso. 



* * * 


Empieza a anochecer cuando llego al muelle del que zarpamos horas atrás, cosa de la que me doy cuenta cuando  por fin atravieso el telo espectral de Dolores. Esto merece un poco más de detalle: el tejido brumoso es tan denso que, desde su interior, el cielo es invisible; sin embargo, curiosamente, esto no se traduce en oscuridad. Es como si los tentáculos neblinosos tuvieran su propia fuente de luz.

Ni bien abandono la niebla siento los indicios de una migraña.  Dejo atrás el muelle y la playa y me meto en la Renoleta de Héctor, a quien dejo en el asiento del acompañante y más tarde en su casa. Algo me llama la atención cuando me dejo caer tras el volante: me parece ver que un vapor blanco se desprende de mi ropa. Para comprobarlo me doy un par de golpes en la campera. El fenómeno se repite. Hago lo mismo con Héctor. De nuevo, restos residuales de Dolores se evaporan dentro del auto.

La noche ya me alcanzó, así que me tomo la licencia de quedarme con su auto, no sin antes dejarle una nota explicándole que “es tarde” y que “mañana se lo devuelvo”. 

Llego al hotel media hora después, bajo una filosa llovizna. La recepcionista me deja un sobre que llegó desde San Juan.


	Santos: 
	Te dejo adjunto el primer pago, pero también te advierto. El gobierno anunció el cierre de todas las rutas nacionales. Está previsto para el 5 de julio. Se informó un día después de tu partida. De verdad espero que esta carta te llegue en tiempo y forma. Volvé apenas puedas.
Magalí A.

* * * 


Bahía Blanca, 2 de julio de 2027.


El primer pago se esfuma entre los cigarrillos y el desayuno. Anoche soñé con ballenas.

Hacia el mediodía me dirijo hacia la casa de los Ortega. Fabián, padre de familia, es un psiquiatra nevoanéutico con el que vengo intercambiando cartas desde hace un par de meses, cuando empecé a coquetear con la idea de viajar a la costa.

Me abre la puerta de su casa y me encuentro a un tipo mucho más consumido por la vida de lo que me imaginaba. Fabián lleva el pelo hasta los hombros y una fea barba vitiligosa, blanca en su hemisferio derecho, que le daría envidia a Charly García. Sus ojos expresan un cansancio interminable. Así y todo me recibe con una sonrisa y una cortesía que aprecio mucho, porque puedo ver que le resulta un esfuerzo enorme.

Deja bien claro algo, de entrada: “Hablamos después del almuerzo”. Comemos un arroz con pollo más bien insípido pero preparado con cariño por Luciana, su esposa. La cuarta comensal es su hija Paulina, adolescente taciturna que apenas pronuncia palabra.

Luciana no para de preguntarme cómo es la vida en San Juan. Me da vergüenza responder. Es un paraíso si lo comparamos con esto. Fabián detecta mi incomodidad y la manda a callar con sutileza.

Por fin el almuerzo queda atrás y sigo al psiquiatra hasta su consultorio, montado en una habitación paralela al vestíbulo. Me siento en el diván, sólo por hacer la gracia, y Fabián se deja caer con pesadez sobre la butaca. No tarda en prenderse un cigarrillo. Detrás de él se levanta una pared de libros que emanan polvo de la misma manera que mi ropa vapor al salir de la niebla, sólo que invisible. Mi nariz lo detecta y se encarga de comunicármelo con un estornudo atroz. Decido ir al grano.


—¿Qué es la psiquiatría nevoanéutica?

—Es la rama de la psiquiatría dedicada a estudiar y tratar el efecto que tiene Dolores sobre la mente humana.

—¿Y qué efecto es ese?

Fabián me mira por unos segundos mientras le da una seca fuerte al pucho.

—La exposición prolongada al tejido brumoso puede tener consecuencias de lo más variadas. Puede ser algo menor, como migrañas o vómitos. Pero también puede ser insomnio. Y en muchos casos alucinaciones.

—¿Qué tipo de alucinaciones?

—Visuales y auditivas. La gente expuesta a Dolores manifiesta que ve cosas irracionales. Movimientos raros en la periferia de la visión, reflejos engañosos en los espejos…

Fabián deja la oración en el aire. Se rasca la barba bicolor antes de continuar. Habla mirando la alfombra del piso.

—Los expuestos, como les llamamos en el ambiente, dicen que pueden ver la televisión sin ningún problema.

—¿Qué?

—Eso mismo. No ven la imagen como de lluvia ni escuchan el ruido que hay cuando la señal es mala. Pueden ver, lo que sea que dicen ver, sin ninguna clase de problema. Lo mismo pasa con la radio.

—¿Y qué ven? ¿Qué escuchan?

Fabián dedica una última seca al cigarrillo y se prende otro por inercia. Decido hacer lo mismo para acompañarlo. Lo que me cuenta me está empezando a poner nervioso, dada mi reciente aventura en bote.

—La mayoría dice que escucha y ve los programas habituales. Pero alguna gente, especialmente la que reside en zonas invadidas por Dolores… dice que puede ver en el televisor a familiares o conocidos muertos —tose y se aclara la garganta—. Y hay reportes de gente que vio personas deambulando en el campo, a mitad de la madrugada y que brillaban en la oscuridad. Fantasmas, dicho en criollo. Y estas alucinaciones son, en la mayoría de los casos, colectivas.

Me quedo callado, procesando.

—Lo llamamos síndrome de Dolores. Es una enfermedad neurodegenerativa.

—Ayer un pescador me intentó tirar al mar.

Llamo la atención de Fabián, que levanta la mirada del suelo por fin. Viejo rasgo de psiquiatra: no me dice nada, su silencio me incita a continuar.

—Me dijo que Dolores lo exigía así. 

Obvio la parte de Las Voces en la radio. No me gusta ni un poco el calificativo de “los expuestos”.

—Héctor —pronuncia—. 

—Sí. No me digás que es de hacer este tipo de cosas.

Me acuerdo de toda la familia del mozo que me envió con él.

—Es un heraldo conocido. Era normal, que está mal que lo diga yo, hasta hace unos diez años. 

—¿Es un qué?

—Dentro de la psiquiatría nevoanéutica hay una rama, digámosle separatista, que cree que lo que hacemos no es psiquiatría. Parte del hecho de que hay “demasiadas” alucinaciones colectivas registradas. 

—No entiendo.

Fabián se inclina en su butaca y me mira a la vez que señala con el cigarrillo, para darle énfasis a lo que dice.

—Si tantos expuestos ven lo mismo, escuchan lo mismo, sienten lo mismo, ¿es sólo una cuestión de la cabeza?

—¿Estás diciendo que esos fantasmas que ven en el campo son reales? ¿Objetivamente?

Fabían se reacomoda, satisfecho, y expulsa el humo de sus pulmones.

—La rama separatista se basa en una hipótesis muy simple: la exposición a Dolores no te vuelve loco, por decirlo así, sino que expande tu rango de percepción sensorial.

—¿Como la pepa? —Es lo primero que se me ocurre, qué le vamos a hacer. Fabián me ignora sacudiendo su mano humeante en el aire.

—Es como si de repente pudieras ver más allá del espectro visible. Y escuchar. Como si tuvieras más canales a tu disposición. La teoría separatista afirma que estos fantasmas, estas voces, estas apariciones en los televisores existen, los veas o no, y siempre han existido. Pero el humano por sí mismo no puede percibirlo. Necesita el empujoncito de exponerse al tejido brumoso de Dolores.

—No me parece que se suponga que tenemos que percibirlo. El precio me parece bastante caro. Está haciendo mierda las plantas.

—Ese es un gran punto, pero es una discusión diferente. Es cierto que Dolores mata el suelo en la mayoría de los casos, que la fauna marina está desaparecida, si somos optimistas. Es como si fuese incompatible con este mundo. Acá entramos en el terreno de la especulación, lo conspiranoico. Si no es compatible con el mundo, si ignora todas las reglas conocidas de la física, de la química y hasta de la lingüística, ¿siquiera es compatible con este universo? ¿Es una anomalía dimensional?

—Me parece bastante sensato.

—Lo que digo es que no importa. No hay manera de responder a eso. Porque Dolores no juega con nuestras mismas reglas.

—¿Qué tiene que ver esto con Héctor?

—Los heraldos son una secta que hace algunos años empezó a tener presencia en Argentina. Especialmente en Bahía Blanca. Nace en los sesenta, en Estados Unidos. Se expandió con fuerza en Brasil, donde cooptaron evangelistas a lo loco, y de ahí llegó acá. Héctor es uno de ellos.

Repaso la biblioteca a sus espaldas, mientras hago memoria. Recuerdo el caso del Clan White, el asesinato de Roman Polanski, el pire místico en Florida, la amenaza nuclear que sacudió Estados Unidos. 

—Los heraldos son la evidencia paradigmática de la nevoanéutica separatista. Viven aislados en las costas, en contacto permanente con Dolores. Son personas muy afectadas mentalmente. Comparten sus delirios, se dan rosca entre ellos. Lo curioso, y la razón por la que la nevoanéutica separatista los toma de ejemplo clave, es que un capítulo de los heraldos de acá puede tener los mismos delirios que un capítulo de Florida, por decir algo. Y no me refiero a los típicos delirios místicos, generales, de las sectas. Hablo de cosas muy específicas.

—¿Por ejemplo?

—Hace un par de años participé de una investigación muy grande que parte de esa hipótesis…

—¿Sos separatista, entonces?

—Sí. Bueno, para la investigación reunimos testimonios de heraldos de distintos capítulos de Argentina, Brasil, México y Estados Unidos. Hay varias coincidencias ultra específicas, pero la más llamativa es esta: en todos los capítulos se dio, en simultáneo, el mismo episodio. Se trata de una manada de elefantes que emergió de la niebla y enfiló derechito para el asentamiento.

Me tomo unos segundos para imaginarme la situación. Veo a un heraldo fumándose un pucho en la entrada del campamento. Ni bien distingue los elefantes que corren hacia él se mete corriendo para avisar al resto. Evacúan tan rápido como pueden y, de pronto, no hay más elefantes.

—¿No se habrán puesto de acuerdo todos para decirte eso y cagarse de risa, no?

—Los capítulos de los Heraldos no se comunican entre sí, porque no tienen manera de hacerlo. No pueden, simplemente. Están demasiado distanciados geográficamente. Nos consta que fue al mismo tiempo, o al menos aproximadamente, por el rango temporal que nos narraron. Esto fue entre abril y junio de 2025.

—¿Y en qué creen los Heraldos?

—A grandes rasgos, que Dolores es a la vez Dios y Apocalipsis. El mundo necesita ser cubierto totalmente por su manto para purgar el pecado, dicen. Por eso se oponen a las migraciones. Probablemente por eso Héctor te quiso tirar al mar, porque a sus ojos sos un nómade, venís a ver qué onda y te volvés a San Juan.

—¿Dónde queda el asentamiento de ellos acá?

Fabián frunce el ceño y detiene el camino de su cigarrillo a su boca.

—¿Querés ir? ¿Después de que Héctor te quiso matar?

Me encojo de hombros. Tiene un punto, pero mi radar de cronista/suicida está enloquecido, como una brújula nevoanáutica. 

—Y, sí. No sé.


* * * 


Ahora es de noche y llueve con todo. Me pasé el resto del día paseando por la ciudad, procesando la información, pensando en estampidas paquidérmicas y ballenas encalladas. Mañana, temprano, parto hacia la Capilla de los Siete Dolores, escuela primaria abandonada y devenida en capítulo sectario en las afueras de Bahía Blanca.




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