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"No alcanza con matarlo: destruilo"

El tiempo pasa.

Me mantengo sentado en el suelo, con la espalda apretada contra la puerta. Ruido blanco: las gotas contra el techo, los truenos y, de vez en cuando, los pies que se arrastran por el pasillo. Me desconecto. Mis ojos se quedan puestos en la diminuta grieta de la pared. Retroproyección: el paseo en altamar con Héctor, Ruth, «La bruma narra sospechas»; las tres bombas atómicas sobre la Plataforma de Investigación Nevoanéutica, las titánicas murallas de contención espectral soviéticas; cien millones de desaparecidos desde el avance de Dolores sobre América, cien suicidios de agentes del Servicio Postal Nacional sólo en los últimos seis meses. Introyección: un largo camino de regreso a casa, existir es consumirse, consumirse es existir; un culto al fin del mundo; el fin de la historia.

Pienso en Dolores dos Ríos, para siempre perdida en el corazón de la niebla, devenida simbólicamente en la gran genocida o última redentora de la humanidad. De pronto me veo a bordo del Abençoado, acompañando aquella primera expedición que se topó con lo terrible. Puedo sentir la fascinación que antecede al pánico en todos los corazones de la tripulación. La primera Voz. Dolores dos Ríos, afirmada en la proa, observa la masa espectral que llevará su nombre con una intensidad estremecedora. La bruma la llama a gritos. La seduce. La ahoga. Cuatro años más tarde saltará al océano y nunca será vista de nuevo.

No sé cuánto tiempo pasa. 

Sigo mirando la grieta de la pared. Si me dormí o no, desconozco. Pero vuelvo de mi ausencia de a poco, como si despertase de un sueño. Me levanto y dejo que me lleve la furia. Golpeo la puerta de mi aula-celda con fuerza y grito:

—¡Amador, la concha de tu madre!

Obtengo una respuesta. Del otro lado de la puerta, pero también me parece que desde todas las partes del mundo, suena una voz de mujer:

—No te resistás. 

Se pronuncia con una suavidad y una calma que me sacuden. Su voz es triste.

—Vos no pertenecés acá —le digo—. Yo te vi. Dejame salir. Nos tenemos que ir de acá.

—No hay nada más que hacer.

Vuelvo a golpear la puerta.

—¡Dale, abrí la puerta!

No hay respuesta.


*


Mi primera noche de encierro dormí como nunca antes, cosa que me sorprendió teniendo en cuenta que me acosté en un suelo sucio, en una habitación inundada y con un peligro de electrocución muy grande. Sueño: me veo a bordo de Ruth, siendo yo Héctor y Héctor yo. Me empujo al mar de una patada, giro el bote y desaparezco entre la niebla, abandonándome al olvido.

El tiempo se me hace insoportable. Vuelvo a mi brote de furia y a pedir que me saquen de acá. No hay respuesta. Intento dormir una siesta, pero no puedo. Me paseo por el aula y me aventuro a caminar sobre el charco turbio. No encuentro nada interesante. Vuelvo a gritar, vuelven a no responder. Vuelvo a echarme contra la puerta y a mirar la grieta de la pared.

Recorro sus diminutas ramificaciones y me pierdo. Pienso en parajes abandonados a Dolores: Buenos Aires, eternamente silenciosa, se sacude bajo la llovizna y agradece el abandono; la Cárcel de Purgatorio, allá en el mar, se deshace ante la erosión de las olas y la lluvia, y en sus pasillos y celdas circulan centenares de fantasmas. Las imágenes me dan paz.

*

Tras mi segunda noche de cautiverio, pasa algo.

Me despierto de golpe, con el chirrido de la puerta que se abre. Me levanto tan rápido que me mareo. Veo a Amador. Corro hacia él, intento atropellarlo, pero estoy tan débil que me empuja de vuelta, como si hubiera rebotado, y caigo de espaldas contra el charco del aula. Cuando se me aclara la vista, distingo que otro heraldo empuja hacia el interior de la celda a otro hombre. 

—¡Dejenme salir o me cago matando! —Grito. 

Amador, sin inmutarse, responde:

—Si es tu interpretación, estás en tu derecho.

La puerta se cierra.

El hombre nuevo y yo nos miramos. Tiene puesto, según distingo, un uniforme de gendarme. Su cara está surcada por moretones y cortes. Su ojo derecho permanece cerrado a causa de la hinchazón.

—¿Vos quién sos? —Dice.

Nos presentamos. Él es Damián, gendarme que participa en los operativos de evacuación de Bahía Blanca. Esto es nuevo para mí.

—¿Cómo que operativos de evacuación?

—La niebla ya está llegando. Se adelantó más de lo que teníamos previsto. Estábamos intentando organizar a la gente cuando aparecieron estos locos de mierda, armados.

—¿Esto cuándo fue?

—Esta madrugada. Nos agarraron de sorpresa mientras cambiábamos de guardia, a mí y dos compañeros más.

—¿Y tus compañeros?

—No sé. Nos separaron antes de meternos en la capilla. 

Me pregunta cuánto tiempo llevo, qué hago acá, etcétera. Su historia es mucho más interesante que la mía.

—¿Para qué es la moneda? —Me pregunta.

—No sé. Me importa una mierda, me quiero ir yo. Desde que estoy acá que no como nada.

Me enojo de repente y empiezo a pegarle a la puerta.

—¡Me estoy cagando de hambre, hijos de puta!

De nuevo, la voz etérea de mujer:

—No hay nada más que hacer.

—¡Andate a la puta que te parió, vos!

Le doy una patada a la puerta. Lo cierto es que no siento hambre, ni sed. Damián se mete en el charco y camina hacia la grieta en la pared. Siento el impulso de decirle que la deje en paz. Intenta ver a través de ella, pero pronto desiste, frustrado. Se dirige como un rayo hacia la puerta, que golpea a patadas una y otra vez. Sólo me limito a fascinarme por la resistencia de aquella simple puerta de escuela.

Cuando mi compañero desiste en su arrebato, me acomodo en el suelo y enciendo mi último cigarrillo.

—¿Qué mirás?

—La grieta —respondo—. No hay mucho más entretenimiento acá. Te lo recomiendo. 

Rendido, Damián se sienta a mi lado y hace lo mismo que yo.

Esta vez me da la impresión de que entra más luz a través de la grieta, y que esta luz me envuelve. Pienso en el ahorcado de la finca. Lo veo nacer, lo veo crecer y ser feliz. Lo veo perder el rumbo cuando llega Dolores. Lo veo completamente aislado en su finca, sin nada que ver más que la niebla y la pantalla apagada del televisor, y lo veo tomar la decisión —que me parece absolutamente comprensible— de colgarse de una viga sin despedirse de nadie. No ahondo en las razones de por qué decidió quedarse allí en vez de emigrar. La niebla nos alcanzará a todos, me dijo el taxista, que, ahora, puedo ver saliendo de su casa, negado a participar de los operativos de evacuación de gendarmería; lo puedo ver también envejeciendo, solo, en una Bahía Blanca brumosa; lo veo volarse la cabeza de un tiro en la terraza de su departamento, sin despedirse de nadie.

El estallido de un trueno me saca del sopor. Miro a mi alrededor. Damián está igual que yo, como despertando. Me mira. Ya no queda nada del hombre furioso de antes. Su cara es de admiración.

—¿Viste? —Le digo—. Es lo que tiene la grieta.

Dos palabras me vienen a la mente, de algún rincón olvidado e inhóspito de mi repertorio de conocimientos: despersonalización nevoanéutica. 

—Pero no podemos estar viendo una grieta en la pared todo el día —responde—. Tenemos que salir de acá.

—Algo se nos va a ocurrir. Sigamos mirando. Aparte por algo nos encerraron acá. A mí me dijeron algo de purificación. La grieta seguro ayuda.

—No seás pelotudo. Lo que quieren es que nos quedemos acá hasta que la niebla nos reviente la cabeza, como les pasó a ellos. Nos tenemos que ir.

—¿Pero cómo? No podemos ni salir del aula. Aparte dijiste que están armados. Y yo vi que son un montón.

—Yo también tengo fierro. Hay que encontrarlo, nada más. Por ahora salgamos. 

Vuelvo a mirar la grieta, cansado de pronto. Damián se lastima los puños contra la puerta una y otra vez. La imagen de la grieta no llega a envolverme antes de quedarme dormido.

*

El tiempo sigue pasando.

No puedo precisar cuántas horas, acaso días, paso en un sueño sin imágenes, sólo sonidos, voces incorpóreas e inconexas, como las frecuencias espectrales que acechan las radios.

Lo que me despierta es el ruido de la puerta abriéndose. Damián, que está sentado a mi lado, se levanta de golpe. Hago lo propio, a mi ritmo. Amador nos mira desde el otro lado de la puerta.

—Bienvenidos…

El sonido de su voz se interrumpe de golpe. Damián le descarga una trompada contra la nariz que lo hace caer de espaldas e inmediatamente sale corriendo del aula. Un dolor insoportable me atraviesa la cabeza durante una fracción de segundo. Una frase se manifiesta en mi cabeza de pronto, como si no fuera un pensamiento propio: “Pisale la cabeza hasta destrozársela”. Miro a Amador con asco. Apenas está consciente después del golpe. Mi cuerpo avanza hacia él, fuera de mi control. Escucho problemas al otro lado del pasillo: Damián está peleándose con alguien. “Pintá el piso con su cerebro”, repite la voz migrañosa. “No alcanza con matarlo: destruilo”.

Juro que intenté resistirme.


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