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Lo primero es la purificación

Actualizado: 9 abr

8 de julio de 2027 



Los últimos tres días fueron aterradores. Tengo un par de horas muertas hasta reunirme con Damián en la barricada del ejército. Pensaba dormir. Pero me domina una taquicardia que amenaza con boquetearme el tórax. Está bajando la adrenalina. Sube la ansiedad y el pánico. Apenas puedo controlar el temblor de mis manos. Voy a narrarlo como una forma de dominar el miedo, tan detalladamente como me es posible en este estado.


* * *


La mañana siguiente a mi encuentro con Fabián Ortega me dirijo hacia la Capilla de los Siete Dolores, una escuela rural tomada por los locos y emplazada sobre la Ruta 3, a cuarenta kilómetros de Bahía Blanca. Tengo que caminar al menos diez: el remisero no quiere cruzar la barrera espectral de Dolores. Incluso me dice una y otra vez que soy un loco y que lo único que voy a encontrarme del otro lado es un manicomio a cielo abierto.

Si bien la visibilidad es reducida puedo ver a una distancia significativamente mayor a la que tenía en la costa o en altamar. De igual manera me mantengo sobre la banquina y procuro moverme en paralelo al asfalto.

La caminata es desesperante. El silencio es absoluto y el frío, después de un tiempo, empieza a quemarme las manos. En todo momento me siento observado por acechadores secretos que ni siquiera necesitan ocultarse, porque la niebla se encarga de ello. Pero lo que más me perturba es pensar en la magnitud de Dolores, el océano atlántico inundado de espectros, un cuarto de la superficie continental americana evaporándose segundo a segundo. El que nos toca es un apocalípsis infinitamente cruel.

Sé que me acerco a la Capilla por un erosionado cartel que anuncia los kilómetros hacia Monte Hermoso grafiteado en rojo con el símbolo de los Heraldos. Poco después descubro la tranquera abierta de lo que parece ser una finca. No tengo la menor idea de cuánto tiempo llevo caminando, pero el dolor en mis piernas me sugiere que no puedo seguir mucho más.

Atravieso la tranquera y arrastro los pies por el sendero de ripio hasta llegar a una casona vieja. A su lado, una cochera ocupada por una Rastrojero oxidada hasta las vísceras. 

—Hola —digo para anunciarme. No hay respuesta. Subo los escalones de la puerta de la casa, que la componen vitrales destruidos. Aplaudo, pero el silencio mismo lo acalla. Abro la puerta despacio. Dolores me espera también ahí dentro, en todas partes.

La casa es pequeña, apenas una cocina-comedor y dos puertas. Una da al baño. La otra, al cadáver colgado de un hombre.

Ante la imagen sólo atino a sentarme en el suelo, despacio. Estoy demasiado cansado para horrorizarme. Desde la comodidad del piso de cerámica observo el cuerpo suspendido, estático, como si más que un muerto fuese una estatua. Menos que una carcasa vacía. A juzgar por su ropa apolillada y su rostro inhumano, aquel tipo lleva ahí por lo menos un año. Así y todo, no hay ni rastro del olor de la muerte. Y su suspensión es tan estática, tan acorde al mundo silencioso y pálido que nos rodea, que pareciera que estoy adentro de una fotografía.

Su rostro apunta hacia mí. Sus ojos, enormes, parecen a punto de explotar en sus cuencas. Su boca está abierta de manera grotesca. Tiene una expresión a mitad de camino entre el horror y la disociación. 

Recorro la habitación despacio, como si estuviera en un museo. Sólo zapatos llenos de polvo y vapor, ropa vieja, un cenicero repleto de colillas y un velador. Ningún libro, ningún cuaderno, ninguna nota de suicidio.

Una vez recuperadas las energías abandono la finca. La llovizna empieza a intensificarse y por un instante me planteo volver y esperar algunas horas, pero pronto encuentro la Capilla.

La escuela rural simplemente emerge de entre la niebla. Sus paredes están destartaladas, agrietadas y carcomidas por la humedad. Sobre la doble puerta de entrada, se lee ESCUELA FLORENTINO AMEGHINO. O al menos eso se intuye, porque la mitad de las letras están ausentes. En las puertas está pintado, sin mucho cuidado, el corazón atravesado por siete espadas.

Golpeo la puerta con fuerza. Se abre de manera sorprendentemente rápida. Ante mí tengo ahora a un hombre que reconozco joven, aunque su aspecto sugiere otra cosa. Lleva el pelo negro hasta los hombros, graso, y una barba desprolija y mugrienta. Su ropa está a tono: un guardapolvos lleno de manchas de pintura y unos jeans rotosos. No me parece mucho más presentable que el ahorcado de la finca.

Se limita a mirarme en silencio, meditativo. 

—Hola —digo,  incómodo al fin.

El loco mira al cielo y dice en voz alta, como hablándole a otra persona:

—¿Este es el insumo que te pedimos?

Miro hacia atrás como un idiota. Es obvio que le habla a Dolores en su totalidad.

Un trueno llega desde algún sitio, como respuesta. El corazón me da un vuelco.

El loco me mira a los ojos y sonríe, mostrando su dentadura amarilla y ahuecada.

—Pasá, hermano. Te estábamos esperando.

—Hay un malentendido acá. Yo soy periodista. Vengo de San Juan para…

—Lo entendemos perfectamente. Pero tu objetivo ahora es otro.

—Mejor me voy, che.

Me doy la vuelta y me encuentro con otros dos tipos de aspecto similar. Uno a todas luces viejo: calvo y con un bigote tremendo; el otro tiene entre veinte y setenta y tres años, aunque con una melena más que respetable. Vuelvo a mirar al loco uno.

—Bienvenido. Por favor, pasá.

Avanzo sin mostrar mayor resistencia. Antes de cruzar el umbral, el tipo me muestra su mano cerrada. La abre y deja ver una moneda. Asiente para que la reciba, así que la meto en el bolsillo.

 —Que no se te pierda. 

Entro en la escuela. Un ancho pasillo se extiende hacia derecha e izquierda. Todos los fluorescentes parpadean, tourétticos. El techo tiene goteras por todas partes y el suelo está surcado por charcos de agua turbia. Me parece un milagro que la electricidad todavía funcione. 

—Mi nombre es Amador —me dice el loco uno mientras arrastra los pies por el pasillo. 

—Yo soy Santos.

—No es importante.

Mientras caminamos, a paso lentísimo, veo gente asomarse por las ventanas de las aulas. Hombres, mujeres, niños y niñas, todos con aspecto de cadáver, me ven con curiosidad y me atrevo a decir que con algo de alegría. Al final del pasillo, junto al marco sin puerta que da a un baño, una mujer sola. Me mira fijamente, con tristeza. No se parece en absoluto a sus pares. Su piel es fina, su cabello negro e impecable. Lleva puesto un camisón blanco. Todo en su apariencia está fuera de lugar. 

Detenemos la marcha ante la puerta de la última aula del pasillo, a metros de la mujer y el baño sin puerta. Me cuesta quitarle la mirada de encima. Algo en su tristeza me conmueve y me llama a gritos. Miro el aula, totalmente a oscuras, y después a Amador.

—Tu mochila —dice. Se la doy.

Amador le pasa la mochila al loco de bigote. La mujer sigue mirándome. Tengo ganas de llorar como un niño y pedirle que me saque de acá.

—Lo primero es la purificación —dice Amador, acompañado de una sonrisa amortiguada, como si pidiera disculpas por adelantado.

Acorralado, decido cambiar el enfoque.

—A mí no me gusta que me rompan las pelotas. Dejame ir o te mato.

Mi voz no suena tan firme como hubiera querido. Amador no cambia su cara. Ni siquiera estoy seguro de que me haya escuchado. 

—Entrá —dice con suavidad—. Esto es importante.

—Dejame ir. Por favor.

Amador cierra los ojos y niega. Me inunda el miedo. No puedo hacer más que entrar en la oscuridad del aula. Escucho un portazo a mis espaldas y por fin empiezo a llorar.


* * *


Cuando logro controlarme me pongo de pie. La única luz del mundo se cuela, débil, por una diminuta grieta en la pared. No sirve para nada. Y lo único que puedo escuchar es el salpicar constante de una gotera en el techo, a un metro de mí. Y los latidos de mi propio corazón, furiosos. Camino por el aula, que parece estar totalmente desamueblada. Calculo que sólo puedo moverme con tranquilidad en un área de cinco metros cuadrados, porque después mis pies se meten en un charco de agua que podría extenderse hasta el infinito.

Hago inventario. En mis bolsillos tengo un encendedor y una caja con tres cigarrillos. Decido que mis primeros diez minutos en aquel aislamiento son tan buenos como cualquier otro para prender el primer pucho. Aprovecho la llama del encendedor para hacer otro reconocimiento de mi reducido espacio vital. Veo un pizarrón cubierto casi completamente por rayones furiosos de tiza blanca. Me vuelvo hacia la puerta. No tiene picaporte de este lado. Me acerco más para entender algo que está escrito a punta de navaja:



EXISTIR ES CONSUMIRSE

CONSUMIRSE ES EXISTIR



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