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La bruma narra sospechas

Bahía Blanca, 1 de julio de 2027.


Probablemente sean las siete de la mañana. No puedo decirlo a ciencia cierta, porque la hora del reloj digital de la mesa de luz varía cada cinco segundos. Tampoco puedo confiar en la información de servicio de la radio, las frecuencias de otras emisoras se filtran y vuelven al aparato inentendible. Ni siquiera voy a mencionar lo inútil (y estúpido) que puede ser revisar la pantalla del celular: hace al menos un año que los teléfonos no funcionan en la costa de Buenos Aires.

Puedo aproximar que son las siete de la mañana porque hace algo de una hora que el colectivo llegó a la terminal de Bahía Blanca, y cuando partió de Santa Rosa eran las cuatro. Pero el viaje empezó hace días, en la terminal de San Juan, y estuvo interrumpido por trasbordos. Todas las rutas directas hacia cualquier localidad de Buenos Aires han sido eliminadas: nadie quiere viajar allí, salvo cronistas endeudados como yo o los agentes suicidas del Servicio Postal Nacional. 

Apenas llego me doy cuenta de una cosa. Bahía Blanca está vacía. Más que vacías: la basura se amontona en las esquinas, el asfalto parece bombardeado por los pozos y los charcos de agua y las vidrieras de los locales están rotas. Las ratas corren por las cunetas, relevando al caudal de riego. Incluso el hotel en el que estoy está atravesado por las grietas y la humedad. Aquí me corrijo: Bahía Blanca no está vacía. Está abandonada.

La recepcionista del hotel es una chica tan joven como simpática llamada Ana Paula. Cuando le explico que vengo desde San Juan no me creyó. Me apunta con sus ojos cataratosos y me dice, con razón, “¿Quién carajo va a venir acá?”. El hotel se llama genéricamente Hospedaje BB-0 y es, además de uno de los 100 hoteles que dispuso el gobierno a lo largo de la costa argentina, el único de la ciudad. Ana Paula me explica que soy el primer huésped en años que no trabaja para el Servicio Postal.


Han pasado dos años desde que Dolores alcanzó a cubrir la mitad oriental de Buenos Aires. La masa brumosa forzó la migración de millones de personas hacia el interior del país e incluso motivó la reubicación del centro administrativo de la nación a Río Gallegos. Al momento de escribir esta crónica, Dolores todavía no alcanza la localidad de Bahía Blanca, pero los expertos calculan que le tomará sólo seis meses.

De todos modos, como ya quedó demostrado, que Dolores esté físicamente es un detalle menor. Su influencia, su promesa ya es palpable desde mucho antes. Preguntenle si no al reloj y a la radio. O a los peces.

Afuera está lloviendo, cosa que no es noticia. En la costa argentina llueve ininterrumpidamente desde hace dos años, con mayor o menor intensidad. En esta madrugada, como puedo ver desde la diminuta ventana de la habitación, lo que cae es una cortina tenue, apenas una caricia sobre los techos y el asfalto. Hay una neblina ligera que empaña todos los cristales del mundo, cosa que tampoco es novedad. Calma: nada tiene que ver con la niebla blanca, espectral y radioterrorista que caracteriza a la masa doloreana. 



A las diez de la mañana abandono el hotel y me sumerjo en la neblina y la llovizna. Camino sin rumbo entre la neblina y las vidrieras rotas. Me empapo de conversaciones ajenas y hablo con los personajes locales. Un canillita me dice que Dolores “le viene joya”. Dos recolectores de basura me dicen algo sobre apariciones en el basurero municipal. No sé si me están boludeando o no. Un linyera me pide “una moneda”. Le doy un billete de cien pero lo rechaza. “Una moneda”, insiste. Me las rebusco para encontrar una en la billetera y se la doy. Después, sentencia: “La bruma narra sospechas”. De pronto desaparece, justo cuando la llovizna se vuelve diluvio.

La psicósfera está rota. Lo veo en los rostros grises de la gente, que hace años no ven la luz del sol. Reina el silencio en las calles, sólo interrumpido por los motores, algún bocinazo y el gemido de dolor de los frenos de los colectivos. Acercarme a hablar con alguien se siente como una falta de respeto, como si eructara en medio de un entierro.

Corro a refugiarme en un café, en un escándalo de campanas, portazo y barro. Le pido disculpas al mozo y me consigo una mesa. Soy el único comensal. Mientras organizo mis notas, el mozo, un gigante canoso y con voz de ultratumba, se me acerca a hablar.

—No sos de acá, ¿no?

—No.

—¿Sos cartero?

—No. Soy cronista. Vengo a ver qué pasa —intento bromear.

—¿Y? ¿Qué creés que pasa?

Me lo pienso un poco, pero aventuro:

—Creo que estamos todos deprimidos.

—Y, sí. A menos que estés con los heraldos, no veo mucha razón para no estarlo. ¿De dónde sos?

“Los heraldos”. Retengo el nombre.

—San Juan.

El mozo se ríe y se prende un cigarrillo. Y bueno, pienso, voy a hacer lo mismo.

—¿Y te viniste a este pozo de mierda a “ver qué pasa”? Me imagino que te pagan una fortuna.

—La verdad que no. 

—Hablá con Héctor. Tomá.

El mozo escribe en su libreta y arranca una hoja, que deja frente a mí. “Villa Almonta - Calle 2, 500S”.

—¿Y quién es? Está lejos esto.

—Vos andá. Si te parece que estamos deprimidos nomás es que no conocés a Héctor.

Así que eso hago, después de almorzar. Tengo la suerte de encontrar un taxi y pronto estoy recorriendo los 50 kilómetros que separan Bahía Blanca de Villa Almonta. El taxista me explica, por encima, que sólo hay dos unidades trabajando y que soy de los contados pasajeros que buscan viajar hacia el este. El diluvio volvió a convertirse en una cortina raquítica, pero la neblina sigue presente. El taxi es el único habitante de la ruta 3.

—¿Qué vas a hacer cuando llegue Dolores? —Le pregunto al chofer.

—Yo no me voy, ¿adónde me voy a ir? Tengo a mis viejos en el geriátrico. Muchos se van, y está bien, pero no todos pueden. Aparte, ¿para qué? ¿Para que la niebla de mierda esta me vuelva a alcanzar? Porque me va a alcanzar. Y a vos también.

El taxista habla casi gruñendo. Estamos todos deprimidos, me repito. Me deja en la entrada de Villa Almonta, le pago, nos despedimos. 



Villa Almonta es un pueblo fantasma. Debe tener cinco o seis manzanas en total, y en sus veredas no camina una sola alma. Si Bahía Blanca me parecía abandonada, no sé qué calificativo ponerle a esto. Pero camino, trato de orientarme entre las calles y rastrear la dirección que me dio el mozo. Percibo las miradas de los vecinos, que son invisibles pero sé que están ahí, agazapados detrás de las cortinas, preguntándose qué hace ese desubicado paseándose por este cementerio. 

La neblina de Almonta no es la misma de Bahía. Es blanquecina y densa. Es como dicen los diarios y los libros. Quizá no del mismo blanco espectral que la masa brumosa principal, pero su tonalidad promete que Dolores está más cerca de lo que todos piensan. 

Caminar por el pueblo no es sencillo. No sólo por la basura que forma montañas, ni por las veredas y calles destruidas, ni por los infranqueables charcos formados por la lluvia eterna. No es sencillo porque se siente como pasearse por el futuro. Quizá faltan años, pero puedo proyectar sin dificultad el pasaje fantasmal de Almonta en el centro de San Juan. Las distancias geográficas no significan nada: Dolores homogeniza.

La dirección del papel me lleva a caminar un par de cientos de metros fuera del pueblo, hacia el sur. La calle 2, ya convertida en ruta, se dirige hacia la cuenca de agua de Bahía Blanca. A algunos kilómetros del mar —que sólo intuyo, porque la niebla lo oculta— distingo la única casa emplazada al costado del asfalto: una diminuta construcción de ladrillos sin revocar y chapas rodeada por el páramo. Una Renoleta oxidada duerme en el medio del terreno. Llego en el momento justo: un hombre pequeño sale de la casa y se dirige al auto. Lo llamo desde la calle y apuro el paso.

Héctor me mira con sorpresa y algo de curiosidad. Tiene el rostro surcado por grietas y el pelo gris cayéndole como la finita llovizna que nos acaricia. Me presento como cronista, con lo que venzo la actitud recelosa inicial. Héctor no recibe visitas hace años. Lo siento en su manera efusiva de hablar, en su lenguaje corporal que acorrala y no deja lugar a negativas. Ni bien termino de explicarle qué es lo que hago ahí, me pregunta:

—¿Alguna vez has visto la niebla?

—No.

—¿La querés ver?

—Pero por supuesto —contesto, con un entusiasmo repentino que pronto sospecho fuera de lugar. Cambio la cara de idiota y pregunto, con impuesta seriedad: —¿Cómo?

Héctor resopla y niega. “Vení”, me dice, y pronto nos metemos en la Renoleta. El motor tose un par de veces antes del ronroneo constante. Cada vez que Héctor mete un cambio, la carrocería se sacude con violencia.

—Ya no se pesca mucho por acá —me dice—. Hace unos años se podía vivir de eso sin problema, ahora hay que cagarse para agarrar algo.

Cuando Héctor dice “hace unos años” se refiere a, por lo menos, una década. Incluso más. Hace veinte años se avistaron por última vez las ballenas de Puerto Madryn, y Dolores apenas acariciaba la costa bonaerense. La diáspora marina, no tan comentada en las grandes ciudades, es una de las invariables doloreanas: los peces se van cuando la masa espectral está cerca. Y no vuelven jamás.

Poco a poco la neblina se vuelve más densa. Apenas puede verse más allá de los veinte metros. La casa de Héctor, que ahora existe en el retrovisor, desaparece de pronto.

Por fin llegamos al embarcadero. La imagen me paraliza. El muelle de madera se extiende sobre el mar y, súbitamente, desaparece. Es devorado por la bruma espectral que duerme sobre la marea.

Dolores es indescriptiblemente blanca.

Su blanquitud ocupa cada centímetro cuadrado de la existencia allí donde se impone.

Dolores es infranqueable.

Cuando digo que el muelle desaparece, es que desaparece. No se vuelve difuso. No se vuelve borroso. Desaparece. Escapa de la vista; al igual que el mar, que sólo tengo la certeza de que está ahí por el sonido de las olas.

Héctor debe haber notado mi terror, porque me palmea la espalda y me dice “vamos”. Él camina por delante. Lo veo avanzar por el muelle y dirigirse al espectro blanco. Siento que debería gritarle que pare, que meterse ahí es el suicidio. Pero no puedo emitir ni un solo sonido. La magnitud de Dolores me absorbe por completo. No existe otra cosa en el mundo que su bruma deletérea. Siento en el fondo de mi corazón que Dolores confirma intuiciones que me acecharon toda mi vida. Una sospecha primigenia, transmitida de generación en generación desde los tiempos de las cavernas, tan inidentificable como irrefutable y, por supuesto, fatal. No soy yo quien empieza a caminar hacia el muelle. Son los tentáculos invisibles de Dolores que me envuelven y me invitan a acercarme a ella. El corazón se me está por salir por la boca cuando entro en la masa brumosa, que no es una neblina, ahora lo sé; puedo sentirla en la piel, como el vapor de una ducha caliente; pero la sensación no es de calor ni de frío, sino otra cosa indescriptible. Un tercer estado. O un cuarto, o un décimo, o todos al mismo tiempo.



Poco a poco logro salir del trance. La madera gime bajo mis pies. Dentro de Dolores no puedo ver pasados los dos o tres metros. De hecho, ya no sé dónde está Héctor. Algo comprime mi pecho y aprieta mi garganta. No más aire laringe abajo. Tengo que apoyarme en uno de los postes que acompañan el recorrido del muelle hacia la desaparición. Reconozco el preludio del ataque de pánico. Llamo a Héctor a los gritos y sólo obtengo como respuesta el choque de las olas contra los cascos huecos que flotan a mi alrededor, como cadáveres.


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