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El resto es literatura

Actualizado: 10 abr 2024

(...) El arte es esa Ítaca/ de verde eternidad, no de prodigios” J.L. Borges Arte poética


Borges es el escritor argentino más importante del siglo XX. No sólo es el más leído, sino también el más citado. Es aquel que ha cultivado lectores en todos los rincones del planeta. Por supuesto también es el más tergiversado porque, después de todo, pareciera que cada opinión suena más distinguida si viene acompañado por una frase suya.


El prestigio y la consagración a menudo hacen perder de vista que estamos hablando de un escritor profundamente original e influyente. Uno que es bastante sencillo y agradable de leer, pese a una injusta reputación de autor difícil al que hay que leer con “la enciclopedia cerca”.


En esta nueva entrega de la “Biblioteca de Sillero” hablaré sobre el que considero como el mejor libro para empezar esa aventura que es leer (y releer) a Jorge Luis Borges: “El hacedor” (1960). De yapa, aprovecharé para hablar de algunas intuiciones despertadas durante mi última re-lectura.


El escritor argentino y la tradición


La obra de Borges tiene una reputación de ser difícil. Supuestamente es un autor al que hay que leer con la enciclopedia a mano. Nada más alejado de la realidad… bueno, casi…


Es cierto que la obra borgeana se construyó sobre una compleja red de referencias intertextuales y que este bagaje cultural puede despistarnos (o, peor aún, hacernos creer que esto es jugar a adivinar la referencia). La realidad es que leer a Borges es bastante agradable: el castellano de su prosa es claro y sencillo, y su uso de la puntuación envidiable hace que cada oración sea memorable; en poesía su principal recurso es la metáfora y la rima predominante es la de tipo consonante.


Esta fama de difícil es un truco del esnobismo que busca convertir a uno de los escritores más leídos, más citados, más homenajeados, en un placer exclusivo. Es también una forma de reducirlo a apenas unos pocos lugares comunes.  


En su ensayo “El escritor argentino y la tradición”, Borges defendió el derecho de los artistas argentinos a no dejarse a ceñir por ningún tema, en especial los temas del color local. Qué, siendo conscientes de nuestro lugar a las orillas de las grandes corrientes de la cultura occidental, podamos tomar los grandes temas y experimentar siendo libres de lo que él llamaba  “supersticiones”.


Esta es una  intuición que podemos compartir o no, pero jamás ignorar. La obra borgeana, de hecho, pareciera ser un muy buen argumento a favor de las tesis de su autor: el más grande de los autores argentinos escribió haikus, lo fascinaban las sagas vikingas y, al mismo tiempo, escribió cuentos de cuchilleros y se cansó de citar al “Martín Fierro”. Una obra tan original, tan creativa, debería motivarnos a tener el mismo valor tranquilo a la hora de relacionarnos con las grandes obras tanto de nuestra cultura nacional como las de la cultura universal. 


El gaucho, todo un emblema de la tradición argentina.

Desde hace unos meses atrás, vengo albergando la sospecha que los debates culturales que se dieron en torno a la tradición y el idioma de los argentinos (básicamente, cuál es nuestra identidad y cuál es nuestra expresión) volverán a darse en esta década marcada por la policrisis. Y si bien no tenemos que perder de vista que Borges escribió y defendió ideas en el contexto de su tiempo, sus argumentos ayudan a prevenir contra cualquier salida “nacionalista”.


Preservar, desarrollar y difundir nuestra identidad cultural no son sinónimos de nacionalismo, son su opuesto. Mientras que el nacionalismo argentino se ocupó desesperadamente de buscar símbolos a los que petrificar, como con el pobre “Martín Fierro”, la creatividad de autores como Borges, capaces de sacar el máximo provecho al pertenecer a una cultura en las orillas, fue capaz de poner a nuestra literatura en el mapa. 


Los libros y la noche


En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir” J.L. Borges Siete noches. La ceguera


En 1960 Borges se veía a sí mismo como un hombre viejo.


La década anterior, el autor había conseguido la consagración gracias al éxito de sus libros y su designación como director de la Biblioteca Nacional. Pero, también, sería la década en que se quedase ciego casi por completo. La ceguera (una enfermedad congénita que heredó de su padre) modificaría radicalmente su producción literaria: no sólo se convirtió en uno de los temas que más abordó en su arte, sino que también lo obligó a cambiar su modo de expresión.



Donde antes predominaban ensayos y cuentos pasaron a predominar conferencias y poemas. Este regreso de Borges a la poesía le permitió continuar con su labor creadora por los siguientes 26 años. Precisamente “El hacedor” es el primer libro donde se puede ver ese retorno después de un par de años sin publicar.


Este es un librito compuesto íntegramente por prosas y poemas breves, además de una pequeña sección titulada “Museo”. En sus páginas se encuentran algunos de los temas e imágenes que dieron origen al adjetivo “borgeano”: los juegos con el tiempo, los tigres, el ajedrez, la luna, la identidad, Macedonio Fernández, las referencias a obras literarias reales e imaginarias y un vasto etcétera. 


Si tuviera que destacar algunos de los textos definitivamente serían aquellos que tratan de la ceguera y de otros escritores. Destacan la prosa que da su nombre a la colección (el relato de cómo un griego que, al quedar ciego, descubre que su destino es cantar dos poemas) y el “Poema de los dones”, dónde Borges reflexiona sobre la doble ironía de ser el director ciego de una biblioteca y de no ser el primero en ejercer ese cargo por el antecedente de Paul Groussac. La estrofa inicial de este poema es una de las mejores de su producción poética:

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.




En su conferencia sobre la ceguera, el autor dice claramente algo que se deja entrever en algunas líneas de este libro: perder la visión le impone el deber de ser valeroso, como lo fueron su padre y su abuela (ciegos también) y como lo fueron, para él, los soldados de su familia. Volver a la poesía para seguir escribiendo es una forma de ser valiente.   


Que la ceguera sea uno de los temas más personales no quiere decir que los otros no sean importantes. En cierto sentido “El hacedor” es un libro de libros; está hecho a partir de citas y referencias, sean estas reales o no, y esto es algo muy borgeano: literatura que habla de literatura. 


Tomemos como ejemplo “Inferno, I, 32”. Este texto de dos páginas toma como punto de partida un verso de la “Divina Comedia”, pero su tema tiene poco que ver con la obra dantesca. Borges toma una cita de un libro que amaba y la utiliza para reflexionar sobre sus preocupaciones: el lugar de la obra literaria, los sueños y la sensación de que al despertar de ellos hemos olvidado algo esencial. No hace falta ser un experto para no sentirse un poco desdichado al leer que “la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres”. 


“La máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres”.

Borges y yo


Es muy difícil para mí escribir sobre Borges. Es una compañía personal desde hace casi diez años y nunca he dejado de leerlo, releerlo y descubrir nuevos sentidos o textos que antes había pasado por alto. De hecho, este fue el primer libro suyo que leí y todavía recuerdo que, muy ingenuamente, cada tanto, volvía a empezarlo porque no quería terminarlo. Y no puedo descartar que, si no fuera por  “El hacedor”, estaría estudiando otra cosa que me depararía muchísimas menos satisfacciones que la carrera de Letras, los amigos que hice o la oportunidad de estar escribiendo esta columna. 


Un tema muy recurrente en toda la obra borgeana es el hombre que, en un momento determinado, descubre de una vez y para siempre cuál es su destino. Sin ánimos de exagerar, cuando terminé el relato que da título al libro tuve esa sensación. Terminé de leer la historia de un pobre griego que, tras quedarse ciego, descubre que su destino es cantar un rumor lejano que le llega a su memoria: un rumor de hombres que defienden un templo que los dioses no salvarán y de bajeles negros que buscan por el mar una isla querida, el rumor de Ias Odiseas y las Ilíadas. Ahí supe, intuitivamente al menos, qué era lo que me apasionaba. 


El resto es literatura.   


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