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Crónicas marplatenses

(Relato en primera persona sobre La Batalla de Mar del Plata)



Me empieza a doler el culo, ya van seis horas en el colectivo. Me pregunto si las ganas de ver y hacer cine compensan las próximas diecisiete horas en las que voy a tener que aguantar el entumecimiento. Mi destino: Mar del Plata. En la ciudad se libra una encarnizada batalla que viene causando estragos: la Guerra por el Cine Argentino.


Para quién no sepa, una vez al año, Mar del Plata alberga el festival de cine internacional más prestigioso de América. El único de Clase “A” de éste rincón del planeta, perteneciente a un exclusivo club de tan solo trece festivales en todo el mundo que han recibido esta clasificación (entre ellos Cannes, Berlín, Venecia o San Sebastián).


Esta es la trigésima novena edición y, sin embargo, no es una más. Con el cambio del signo político del poder ejecutivo sobrevino también un cambio en la dirección del INCAA (tema que ya se habló en Sutura). Ésta divergencia repercutió, naturalmente, en el perfil del Festival. Entre otras cosas, llamó la atención algunas películas que fueron seleccionadas, la ausencia de varios directores de alto calibre y el elevado precio de las entradas, que cuestan diez veces más que el año pasado.


Pero toda acción tiene una reacción, y la radical transformación del instituto suscitó una respuesta inmediata de las asociaciones de profesionales de la industria cinematográfica. De esta manera nació Contracampo, una muestra de cine argentino en paralelo al Festival, en el que no sólo se mira y se celebra (cierta parte de) lo nuestro, sino que también se invita al debate y a la reflexión. Digamos, todo lo que esta edición del Festival de Mar del Plata no parece buscar.


Así, la feliz quedó oficialmente declarada como nuevo escenario de la eterna contienda por el Cine argentino. En esa dirección me dirijo, a las primeras filas de la batalla.


DÍA 1 – Domingo – Garúa


Llego a mi destino cerca del mediodía. El cielo gris anuncia una triste lluvia para más tarde. El taxista que me lleva al hotel se lamenta por la suciedad en las calles de la ciudad y espera, tal vez recordando a aquel taxista de la pantalla grande, que la inminente garúa limpie la basura acumulada en las veredas. La miseria espiritual del país parece haberse colado en la ciudad, habitualmente conocida por su felicidad.


Las nubes anuncian una temprana noche. Camino apurado por la Av. Colón en dirección al Paseo Aldrey. Muy a mi pesar, el grueso de las proyecciones del festival tienen lugar en el tercer piso de un shopping. Pienso que en esa acción resume el pensamiento de la nueva dirección del instituto de cine: no es arte, es un producto a ser consumido y deglutido.


Luego de la primera película (sobre la cuál prefiero no hablar) salgo del prisma oscuro del Paseo. La anunciada lluvia se hace presente y yo, como buen sanjuanino, no tengo paraguas. Me escurro entre las empapadas calles para encontrar algún lugar abierto para cenar.


Empiezo a tener nervios. Verá querido lector, el verdadero motivo de mi viaje a Mar del Plata no es el afán periodístico de reportar desde el frente de batalla, sino que es un poco más egocéntrico. Un corto que escribí se va a proyectar en la muestra institucional de la ENERC dentro del Festival. Por eso estoy nervioso ¿Será un éxito? ¿Será un fracaso? ¿Pasaremos vergüenza?


Vuelvo entonces al complejo cine-shop, un prisma negro y ominoso que se erige en, supuestamente, “la parte más linda de la ciudad” (como fuéseme dicho por una desconocida en el viaje en colectivo). Nos encontramos con el resto de compañeros de la ENERC, la mayoría de Buenos Aires. No sé si es la lluvia o los acentos pero me siento extranjero.


Llega la proyección. Me siento en primera fila. Grave error. Las luces bajan hasta volverse imperceptibles. Comienzo a inquietarme en mi asiento. El primer haz de luz presenta las imágenes de los cortos. Frente a mí la pantalla se ve abismal, deformada y estirada. Entre la imagen y yo hay un túnel, nada a mi alrededor importa, no escucho ni veo nada. La imagen funde a negro. Las luces vuelven a iluminar la sala. Ha terminado la proyección.


Una ansiosa mujer, encargada de la programación y empleada del festival, nos presenta al público con timidez, casi con vergüenza. Nadie del público se atreve a formular una pregunta, tal vez las preguntas no son interesantes en absoluto. Todos parecemos nerviosos y, el que no, finge confianza y soltura. Finalmente, todas mis dudas tienen una respuesta, una que, por supuesto, no era la que esperaba. Mis ansiedades y preocupaciones se disipan y se disuelven bajo el desinterés de la presentadora, que seguro tiene las mismas cinco preguntas escritas para todos aquellos a los que presenta ¿Será esta la magna estrategia del nuevo instituto? Un profundo desinterés que deje a la cultura (y a tantas otras cosas) morir y ser olvidadas lentamente. Tal vez entonces la guerra que se nos presenta no tiene las condiciones del exterminio atómico del cual se la acusa. Estamos frente a un asedio eterno, que, más que arrasar, busca erosionar los cimientos mentales y espirituales de la sociedad argentina.


Unas horas más tarde arribamos al bowling, punto de reunión (según se me dijo) de la noche marplatense en épocas de festival. Una vez más me reconozco extranjero. En la entrada nos encontramos con los demás compañeros de la escuela de cine. Brevemente intercambiamos palabras con otros colegas de carrera. Uno me cuenta que en dos meses empezará a filmar su opera prima, una posibilidad que a priori parece sumamente distante en esta parte del país. El bowling es un subsuelo reconvertido para albergar una serie de pistas de dicho juego y algunas mesas de pool, escondidas tras un tabique. El espacio está colmado de gente, toda, relacionada a los festivales y al mundo audiovisual. El aire es denso y caliente. Los vapores se mezclan con el humo de incontables cigarrillos.


En un momento, entre juego y palabras, aparece, cual espectro, un conocido director. Lo observo a la distancia, con timidez y mínima reverencia. En este momento entiendo que, aunque parezca obvio, habitamos el mismo plano que estas personas, que el sueño del cine no es un espejismo en nuestro oasis.


DÍA 2 – Lunes – Volver


Duermo poco y nada. No sé muy bien por qué. La sensación de anoche se mantiene aún, no parece que vaya a disiparse.


Este día le pertenece en su totalidad a Contracampo. También le pertenece al pasado.


Por la mañana asisto a una charla sobre historia del cine argentino, más bien,  sobre el desconocimiento que tenemos de dicha historia y la negligencia institucional/estatal para la preservación del mismo (¿Ya dije que no tenemos cinemateca? Leé esta nota).


Más tarde veo una tira de cortos, en su mayoría foto-montajes, exploraciones visuales y sonoras. De entre todos, me llama poderosamente la atención La Amante de la Luz (Dir. Lucía Torres Minoldo). La pieza sigue las entrevistas que Lucía tiene con Elisa, una señora mucho mayor a quién conoció en un cine y de la quién pronto se hizo amiga. A través del material de archivo, de fotos personales y de una serie de mecanismos cinematográficos, el corto se convierte en una verdadera máquina del tiempo. Como espectadores nos transportamos junto a las protagonistas a distintos momentos de la historia y de la vida de ambas. En ese viaje, la barrera entre el “pasado” y el “futuro”, entre “lo viejo” y “lo nuevo” se disuelve. Todo es ahora. Solo existe el presente. En unos breves treinta minutos, las conocemos a ambas. Las descubrimos en el mismo lugar en el que ellas se encontraron originalmente: el cine. En este mundo mezquino ¿Qué mejor antídoto para el desinterés que un rito colectivo de comunión con la imagen?


Recuerdo una frase que se dijo en la charla de la mañana: no existen películas viejas, cada película es nueva a los ojos de aquel que nunca la ha visto.


Ya es de noche. Mi nerviosismo e impaciencia me lleva a estar parado haciendo fila media hora antes de la proyección, pero es que a la película de la última función no puedo perdérmela por nada en el mundo: Valentina, de Manuel Romero, padre fundador del cine sonoro argentino.


Contrario al pensamiento del presidente del INCAA, quien piensa que ver cine argentino es una tortura (https://x.com/eldeibik/status/1859442115996012862), la sala está llena, no entra ni un alma más. A los costados veo gente parada tratando de encontrar butacas vacías. La proyección se retrasa unos minutos porque la gente sigue entrando.


Cuando finalmente el público se acomoda, las luces se apagan y la sala se oscurece. A lo lejos comienza a escucharse el distintivo repiqueteo del proyector. En su interior, la cinta de celuloide comienza a recorrer su camino sinuoso. El artilugio sagrado manifiesta la vida de la imagen. Frente a nosotros, la gran pantalla brilla con un blanco de naturaleza divina. La magia empieza a flotar en el aire. La película empieza. Decenas de corazones laten en sintonía y vitorean un solo nombre: Manuel Romero.


DÍA 3 – Martes – El adiós


Ayer vi a Dios en el cine. Hoy me es imposible hablar.


Vago por las calles marplatenses sintiendo a la distancia la brizna marina. Pienso a los tropezones sobre las películas que vi los dos días anteriores e intento, fatalmente, anticiparme a las que me quedan por ver. Intento sintetizar mis sentimientos en una sola frase contundente y poderosa, pero fracaso.


Me entero por internet que hay periodistas criticados por cubrir tanto el Festival como Contracampo, acusados de colaboracionismo con el régimen tiránico del instituto de cine (https://x.com/dmbatlle/status/1861395858610135448) ¿Es la situación realmente una guerra? Porque por lo menos se lo vive así. Y de ser así ¿Quién es el enemigo? ¿Qué está en juego? No está del todo claro, los términos siguen siendo demasiado vagos. Parece claro que un bando quiere la aniquilación total, cueste lo que cueste y demore lo que tenga que demorar. Pero el otro lado ¿Qué quiere?


Aunque la existencia del debate aparente ser una señal de buena salud, por debajo parece subyacer una tendencia negativa: la aparición de un consenso sectario y expulsivo. Esta tendencia fundamentalista y delacionista (expresada, por ejemplo, en el mencionado ataque a un periodista simpatizante de la muestra) es tanto o más peligrosa que las amenazas institucionales de parte de la nueva dirección del instituto. Una casa dividida no puede mantenerse.


Surgen entonces varias preguntas fundamentales para el futuro de la Contra ¿Cómo resolver estas diferencias sin recurrir a una visión absolutista y restrictiva del cine? ¿Cómo integrar un debate sano y saludable sin que amenace los cimientos del grupo?


Uno de estos debates, y uno que generó respuestas particularmente fuertes desde algunos adherentes de la contramuestra, fue la ausencia de películas del interior o, mejor dicho, la sobrerrepresentación del cine porteño. Si bien es cierto que la concentración productiva de la Argentina se replica en el cine (independiente o no), creo que viene un tiempo en el que los periféricos debemos reclamar (y ocupar) el lugar que nos corresponde. La inclusión (o, por el contrario, la separación absoluta) debe surgir de una decisión propia y autónoma.


Por lo pronto, estas discusiones pueden volverse eternas. Ahora la tarde muere entre sombras y yo debo despedirme de la ciudad.


Debo regresar al desierto.

 


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