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Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires

para mi amiga Agostina, con quién defendí que existe tal cosa como una identidad.


“¿Argentinos? Desde cuándo y hasta dónde; bueno es darse cuenta de ello”

- Sarmiento



“Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires.” 



Pocas frases resumen tan bien la relación de la gente del Interior con la capital económica, política, cultural y simbólica de este país. 


Es una frase que suena bien; es elegante, concisa y mantiene el gusto cuyano por las formas verbales compuestas. Es tan afortunada que ojalá se me hubiera ocurrido a mí, pero tal honor le corresponde al gran escritor mendocino Antonio Di Benedetto (1922-1986), quién la plasmó en su “Autobiografía”. Escrito originalmente en 1968 para una revista de Alemania occidental, este breve texto es a día de hoy una puerta de entrada al universo del autor: inicia antologías, está reproducido en distintas partes de su Mendoza natal y, de yapa, cierra con uno de los párrafos más hermosos de la prosa argentina: 


“Prefiero la noche. Prefiero el silencio.”


Di Benedetto es uno de los grandes escritores del siglo XX y uno de los más singulares que ha dado nuestro país. Pese a una ubicación algo endeble dentro del sistema de la literatura argentina, donde oscila entre la consagración y un “olvido” relativo, su prestigio está asentado gracias a sus excelentes cuentos como por las novelas “Zama”, “El silenciero” y “Los suicidas”. Puedo decir que sus cuentos me acompañaron durante mi adolescencia y que, hace unos años, la lectura “Zama” me ayudó a atravesar un frío otoño. 


Mi deuda personal con el mendocino es enorme, sin embargo no es mi intención homenajearlo hoy, al menos no directamente. Principalmente pretendo reflexionar sobre algunas cuestiones de actualidad que se relacionan tangencialmente con nuestra literatura: ¿es posible todavía hablar de una identidad común? Y, si uno de los más grandes tenía que aclararlo, como una tímida disculpa, ¿qué nos queda a los demás tras 114 años del primer gobierno patrio?



Sarmiento y Borges, una vez más. 


Allá por 1850, un exiliado sanjuanino en Chile, que tenía el ego por las nubes, notó que bajo un suelo regado de sangre comenzaba a germinar la semilla de una nueva identidad. Ni lerdo ni perezoso escribió “Recuerdos de provincia”. En ese libro no solo empezó a hacer campaña para Presidente sino que también buscó presentarse como el hombre que, encarnando singularmente lo mejor del pasado y del presente, mejor estaba capacitado para guiar al país hacia un futuro brillante. Mostrándose como heredero al mismo tiempo de la Colonia y de las luchas por la Independencia, provinciano pero viajero, autodidacta y maestro, pobre pero con pedigree, periodista, general, políglota, etcétera. Toda esa amalgama tremendamente contradictoria era el caldo de cultivo del que surgiría el “primer argentino”.


Más de un siglo después, un bibliotecario ciego repasó en una entrevista toda su genealogía. Basta como una enciclopedia, en ella se podían contar soldados rioplatenses, judíos portugueses, pastores ingleses, caballeros normandos y varios más; tan frondoso árbol genealógico probaría de algún modo cuán rídiculas eran las pretensiones del nacionalismo. Tan sólo le faltó mencionar a su padre, profesor de psicología en un secundario.


Los hombres en cuestión no son otros que Sarmiento y Borges. Pese a la diferencia de época y de temperamento, ambos tuvieron esa peculiar capacidad de notar que “lo argentino” (a falta de una palabra mejor) estaba compuesto por distintas capas y mixturas; imposible reducir semejante complejidad a un rasgo distintivo o una forma de expresión. Además tuvieron la lucidez suficiente para saber que estaban en una situación periférica: el primero por su doble condición de provinciano y exiliado; el segundo por estar “a las orillas” de la cultura Occidental, de sus debates y figuras. 


Sus textos, ficticios o no, ayudaron mucho a elaborar la forma en que nos vemos y pensamos a nosotros mismos. Cómo será que a día de hoy muchos afirman que los dos autores “explican a la Argentina”.


Si los traigo a colación es porque, como mencionamos en nuestra primera entrega,  nuestro país es uno extremadamente literario: no solo fueron escritores excepcionales los que primero se preguntaron por la “identidad de los argentinos” sino que también estuvieron en el lugar adecuado para ayudar a darle forma a esa “identidad”. 


Este país se creó, vivió y vive en libros. Pero un rápido vistazo a nuestro canon literario (el conjunto de obras “consagradas”) revela la peculiar ausencia de autores del Interior. ¿Es argentina entonces la literatura argentina?  



Alienación y resentimiento


Es tan común como sencillo ironizar sobre el carácter tan poco “nacional” de nuestra literatura. Más irritante resulta cuando los autores a los que se califica como “difíciles” de ubicar dentro del sistema parecieran ser todos del mismo lugar, con la picardía que no existe como tal: el Interior.


El sistema literario pareciera replicar así uno de los grandes debates de nuestra historia: el delicado y complicado equilibrio de un país con cabeza de Goliath y cuerpo de David. Antes que hablar de unitarios y federales, sería más útil que los científicos sociales se preguntaran por el fenómeno y que nuestros políticos ofrezcan soluciones (o no) al problema. Al no ser ni una cosa, ni la otra, podríamos incurrir en un acto deshonesto intelectualmente, pero en “Sutura” decimos que la cultura es el medio y nos podemos permitir hablar de eso.


Que en el canon de obras consagradas no abunden los autores del Interior se debe menos al peso poblacional del AMBA que a una patología contemporánea de la identidad argentina donde se la tiende a equiparar y mimetizar con la identidad propia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Así, la experiencia de la identidad se torna profundamente alienante: pareciera imposible reconocerse a uno mismo y a los demás. 


Esta alienación me recuerda mucho a mi escena favorita de “A las sombras de las muchachas en flor”, el segundo tomo de “En busca del tiempo perdido”. En medio del larguísimo relato de sus vacaciones en Balbec, el narrador sin nombre recuerda como multitudes de pobres, obreros y pequeños burgueses se apiñaban antes las ventanas de un restorán a ver cenar a los ricos comensales. 


Ver, pero no participar.



Sentirse un eterno espectador a una cultura, a una identidad, que en teoría son propias conlleva el riesgo de mudar la justa demanda de reconocimiento por el resentimiento. Emoción inútil y peligrosa, que lleva a que uno se enfrasque en venganzas imaginarias fruto de su propia impotencia.


El resentimiento, la idea que una auto-venganza colectiva sea la alternativa al federalismo condescendiente de propios y extraños, sería risible si no fuera el triste signo de nuestro tiempo.


Sueño de una tarde otoñal, presente y porvenir.


Ante la alienación, ante el resentimiento, creo que es necesario preguntarse, sinceramente, si todavía hay lugar para reconfigurar una nueva identidad para los argentinos. Una que no nos someta a ser espectadores ni obligue a disculparnos aclarando que sí, lo somos, pero no de Buenos Aires. 


El panorama no invita al optimismo: el cierre de organismos como Telám vuelve más complicado saber qué pasa en cada provincia, mientras que los medios “nacionales” son apenas los diarios locales de CABA. Además, la célebre delegación de competencias pero centralización de recursos continúa causando estragos. 


Por no hablar que, a menudo, somos nosotros los primeros en ignorar lo que pasa bajo nuestras propias narices...


¿Cómo se puede hablar en este contexto de un proyecto e identidad comunes que aspiren a equilibrar lo común y lo particular? La tarea es monumental, hoy apenas un sueño de este aspirante a amanuense cuyano. Pero creo que si miramos con lupa vamos a poder encontrar algunos retoños promisorios.


La masiva marcha del 23 de marzo en defensa de la universidad y educación pública, por ejemplo. Alrededor de un millón de personas en todo el país se movilizaron pacíficamente en un ambiente solidario para defender algo que es patrimonio común. Cuando hace unos días el vicerrector de la UBA agradeció que gracias al reclamo de todo el país se había solucionado la crisis de su institución el escándalo fue tan grande que tuvo que rectificar.  


Si bien todavía falta saber si la situación presupuestaria y salarial de todo el sistema educativo se regulariza o no, creo que es destacable cómo, pese a todo, aún hay elementos comunes que nos ligan en una forma positiva. 


Quizás en las letras un humildísimo primer paso sea asegurarse que autores como Antonio Di Benedetto tengan un lugar asegurado dentro del sistema. No para cumplir una cuota de escritores sino por ser simplemente uno de los grandes.


Di Benedetto nunca dejó que sus textos se limitaran a lugares comunes como la Cordillera, el vino tinto, las acequias o el Zonda. Injustamente encasillado como un Kafka cuyano, su obra es quizás lo más importante que se ha escrito en este rincón del planeta Tierra. “Zama”, su gran novela, ni siquiera está ambientada en este país: su escenario es una fantasmagórica Asunción, su tiempo es el fin del siglo XVIII y su lenguaje es un castellano que no se habla en ninguna parte.


Quizás revalorizar lo nuestro es el primer paso necesario para construir una nueva identidad común para este siglo XXI. Quizás así logremos que la frase “Soy argentino, pero no he nacido en Buenos Aires” pase a ser una anacronismo. 


Nuestra historia no será la de los primeros argentinos pero quizás sí pueda ser como la historia del Jonás del cuento “Onagros y hombre con renos”: aquella que embelleció la nada.





1 commentaire


zenrider
31 mai 2024

Excelente !!! Leer esto me trae a la memoria aquellos cantitos de muy joven cuando viajábamos con amigos a un encuentro de estudiantes "Pan y vino pan y vino... a excepción de los porteños somos todos argentinos" !!!

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