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La mentira del cine bélico

La guerra es terrible pero ¡Qué bien se ve!


“Toda película bélica se vuelve pro-guerra”

Francois Truffaut


El otro día vi Civil War (2024, Dir. Alex Garland) y me dieron muchas ganas de hablar sobre cine bélico –una de las pasiones de la casa–. Dicha película se sitúa en un futuro cercano donde las acciones tiránicas –nunca realmente explicadas– del Presidente de los Estados Unidos llevan a una guerra civil donde diversos bandos secesionistas luchan contra el gobierno federal hasta llegar a las puertas de Washington DC. En este contexto la cinta sigue la odisea de un grupo de ambiciosos fotoperiodistas que viajan a Washington DC con la esperanza de retratar los últimos minutos de vida del presidente.


Lo que me llamó poderosamente la atención no fue el tratamiento de los temas centrales –que de hecho, me parece que falla estrepitosamente en lo que se propone– sino otra cosa: la representación del combate. La cual consiste en atrapantes y frenéticas escenas de acción, donde los periodistas –naturalmente desarmados– se ven envueltos en balaceras, de las que milagrosamente logran escapar con vida. Me refiero a esas secuencias en las que los segundos parecen horas, las que te mantienen agarrado al asiento esperando a saber si los protagonistas logran salirse con la suya o no.


Jesse Plemmons, interpretando a un soldado rebelde, frente a Cailee Spaeny, miembro del grupo de periodistas protagonistas.

En un principio esto parece ser la regla de las representaciones bélicas en el cine. Pero ¿Qué tiene de malo?


Antes, un poco de historia.


La guerra fue representada en la gran pantalla desde principios del siglo XX. Ya durante la Primera Guerra Mundial –que cumplió 110 años– se rodaban documentales que mostraban la realidad del conflicto. Tal es el caso de La Batalla del Somme (1916, Dir. Geoffrey H. Mallins), película que ganó importancia al convertirse en material propagandístico para el frente aliado.


A partir de ese momento, la guerra y el cine establecieron una relación que continúa hasta el día de hoy, trascendiendo idiomas, épocas y regiones de todo el planeta. Ya sea un  film propagandístico, pacifista o que se encuentre en alguno de los infinitos matices, siempre nos terminamos topando con el mismo problema ¿Cómo se filma una guerra?


¡Por Jingo! – Saving Private Ryan y las contradicciones de la guerra en el cine


Mientras veía Civil War no podía parar de pensar que lo que estaba viendo se asemejaba a un videojuego. Ciertas decisiones formales como planos POV (punto de vista o subjetivos), el combate urbano, inclusive el ritmo de las escenas y la estructura misma de la película –entendiendo cada nueva locación como una hipotética misión nueva– me remitían a ese otro medio.


Jingoísmo, del inglés jingoism: Patrioterismo exaltado que propugna la agresión contra otras naciones.

Esta conexión entre la representación del combate en el cine y los videojuegos se remonta a cierto clásico de finales del siglo XX que terminaría inspirando sagas como Medal of Honor y Call of Duty. Estoy hablando, por supuesto, de Saving Private Ryan (1998), film de la Segunda Guerra Mundial del maestro Steven Spielberg.


La película cuenta la historia del Capitán Miller (Tom Hanks) y un grupo de soldados norteamericanos recién desembarcados en Normandía. Ellos deben encontrar al Cabo Ryan (Matt Damon), un paracaidista que perdió a todos sus hermanos en combate y que, por orden del alto mando, será relevado de su puesto en combate para regresar a su hogar.


Saving Private Ryan es muy reconocida por su “realismo”. Según testimonio de veteranos  el film representa fielmente la experiencia de combate del soldado promedio en el frente occidental de la Segunda Guerra Mundial (SGM). Aquellos que hayan visto la película recordarán el vertiginoso, tenso y muy sangriento desembarco del inicio de la película, o el desesperante enfrentamiento final sobre el puente. La película es un hito porque estableció un estándar absoluto respecto a la representación de la guerra en el cine y, particularmente, respecto a la supuesta fidelidad a las experiencias reales de los soldados.



Entre los eventos reales de la SGM –de cualquier conflicto bélico realmente– y las imágenes y sonidos de las películas hay un abismo de diferencia. El supuesto naturalismo de la película es falso, es un caballo de troya por el cual se infiltran las ideas de Spielberg sobre la guerra. Porque sin importar cuántas tripas vuelen o como suenen las ametralladoras alemanas, la película está creada como un instrumento de precisión, con una estructura argumental clásica y con un cuidado estético muy grande. ¿Qué quiero decir con esto? Que la película –y por ende el sinfín de hijos bastardos que dio a luz– no intenta realmente desmitificar la guerra como tal. La operación no es la de desarmar el ridículo discurso propagandístico militarista norteamericano, sino afinarlo, afilarlo.


He aquí la contradicción que el cine bélico –o anti-bélico si se quiere– contiene en su corazón ¿Por qué sería mala la guerra si se ve tan bien? No me refiero exclusivamente a un cuidado del look de la imagen sino a la estructura misma del guión de la película, que sigue la idea de la narrativa clásica –estructura de los tres actos, conflicto central que estructura el relato,  identificación con el protagonista, etc–. Lo que se produce de la unión de este estilo de escritura con la temática bélica es, hasta involuntariamente, propenso a la propaganda. No es una cuestión de “buenos contra malos”, si no una cuestión de nosotros –o yo, el protagonista– contra ellos. Si bien los roles de protagonismo y antagonismo no son necesariamente siempre los de enfrentamiento violento o de juicio moral, sí que lo son a la hora de hacer una película bélica.



Además el guión mismo de la película no deja mucho lugar al cuestionamiento o a la reflexión sobre lo que hemos visto. A lo largo de la película, Miller y sus hombres se cuestionan constantemente su misión: ¿Vale la pena enviar a 8 hombres para rescatar a uno solo? Ya en el final, un anciano Ryan le confiesa a la tumba de Miller –realmente le está hablando al espectador– que vivió lo mejor que pudo y que espera ser digno del sacrificio que hicieron por él. Después le pregunta a su esposa si es un buen hombre, a lo que ella confundida le asegura –asegurándonos a los espectadores– que sí y que, por ende, el sacrificio tuvo sentido.


A ojos de Spielberg, la guerra –y la muerte que trae consigo– no es el mayor mal de los hombres, sino un sacrificio necesario en pos de la libertad, un mal menor si los valores por los que se guerrea y se aniquila son moralmente justos. A ojos de Spielberg los soldados caídos son valientes hombres que dieron su vida por una causa justa –la libertad, que para él es encarnada por los Estados Unidos– y por ende tienen un lugar asegurado en el más allá. Su sacrificio les permite trascender sus limitaciones humanas para convertirse en algo más grande, algo así como ángeles de la libertad. Esto queda muy claro en el penúltimo plano de la película: Ryan hace el saludo militar hacia la tumba de Miller cuya cruz está por debajo del horizonte, la cámara entonces baja y se acerca lentamente hacia dicha cruz hasta que supera la línea del horizonte y queda de fondo el cielo.


La ascensión de Miller.

La trampa de esta película también yace en la elección de la Segunda Guerra Mundial como escenario para narrar la historia. Es fácil pensar que se lucha por la libertad cuando se combate contra un enemigo invasor y genocida como el nazismo. Como derivado suceden dos cosas: primero, la promesa de sentido –morir heroicamente– se vuelve sumamente atractiva cuando la alternativa es vivir bajo el frío y desolador cinismo neoliberal, segundo, se instala la idea de que las guerras –en las que esté involucrado EEUU– son por una causa justa ¿Quién no lucharía por la libertad?


Los impertérritos soldados del imperio – Black Hawk Down y el cine cómplice


Cuando la fórmula se aplica para otros conflictos bélicos –sobre todo mientras más cercanos en el tiempo sean a la producción de la película– la contradicción se profundiza y el jingoísmo se hace más evidente. Un ejemplo claro es el de Black Hawk Down (2001, Dir. Ridley Scott), film sobre la Batalla de Mogadiscio.


Si soy sincero podría escribir páginas y páginas sobre lo terrible que es esta película. No porque esté mal hecha, su horror no radica en la calidad de su cinematografía, sino en las ideas que comunica.


Trataré de ser breve.



Las ideas de la película son aún más contundentes que las de Saving Private Ryan: los antagonistas son claramente crueles y viles, cosa que queda muy –muy– en claro en una de las primeras escenas de la película. Los soldados de Aidid acribillan a civiles que buscan comida y agua, mientras que los protagonistas se ven forzados a ver el desarrollo de la masacre desde un helicóptero ya que no pueden intervenir por normativa oficial de la ONU. No solo la causa es justa, sino que los soldados norteamericanos son indiscutiblemente bien intencionados. Todos estos valores están encarnados en Eversman (Josh Hartnett), un joven ingenuo que cree en la misión libertadora del ejército estadounidense, pero que debe enfrentarse a las realidades del campo de batalla.


La película está particularmente interesada en graficar la brutalidad del combate urbano, de mostrar lo cruel de la “guerra moderna”, de quitarle a la guerra el velo solemne y sentimental que Spielberg le otorgó. Esto se ve expresado a través de ciertas decisiones estéticas como una cámara en mano muy temblorosa –como imitando un documental o una cobertura periodística–, composiciones menos estructuradas y, en general, una puesta en escena menos milimétrica que la que podemos presenciar en Saving Private Ryan.


Formalmente hablando, me parece interesante llamar la atención sobre lo diferente que compone Scott a las milicias somalíes en comparación con los soldados norteamericanos: estos últimos aparecen desperdigados en el plano avanzando en una dirección concreta –hacia la izquierda–, mientras que los somalíes están centrados y caminan hacia adelante. La película no se molesta mucho en obviar lo que piensa: los hombres de Aidid son una masa salvaje, mientras que los rangers son una fuerza profesional y especializada.


Los salvajes contra los civilizados.

Argumentalmente, Black Hawk Down propone poco más que un matiz a la tesis heroica Spielbergiana, una reflexión cínica más dirigida hacia el idealismo bélico más que a la naturaleza misma de la guerra. La guerra por la libertad y contra el fascismo es reemplazada con una inútil intervención en un continente que poca y ninguna conexión tiene con Estados Unidos. El enfrentamiento ya no se produce entre los valores libertad-represión sino entre los valores civilización-salvajismo, de la misma manera que se producían en el género western (temática ya tratada en este espacio, link de la nota).


De hecho, las conexiones con este género son extensas, el escenario en el que se desarrolla el film presenta una especie de modernización de los elementos del western: la Batalla de Mogadiscio es una suerte de Little Bighorn contemporáneo; áfrica y el medio oriente, una nueva frontera a conquistar; la caballería, ahora equipada con helicópteros en vez de animales; el self-made man, curtido por el combate (Eric Bana) enfrentándose al ingenuo novato (Josh Hartnett).


No pensés, apretá el gatillo


Hace poco leí una nota de Revista Anfibia en la que unos voluntarios argentinos que servían al ejército ucraniano contaban sus experiencias. Me sorprendió el relato de uno de los entrevistados, un streamer auto proclamado cineasta que se ocupaba de realizar bombardeos con su unidad de drones. El tipo decía con total convencimiento que no iba a tener traumas porque matar a través de la pantalla de sus drones es sencillo, que es como un videojuego.


Es fácil hacer caso omiso de su testimonio, pensar que ese muchacho es un “loquito” y que no hay manera que el cine, la literatura y los videojuegos no tienen tanta influencia sobre las personas como para convencerlas de alistarse para combatir en una guerra en otro continente, para un país que no es el suyo. Es fácil pensarlo, pero es un error.


Existe en el arte un extenso linaje, de sangre espesa y oscura, que va contaminando lo que toca. Una perversa familia invasora de artistas frágiles y sumisos, sometidos a la presión de la bota militar del ejército estadounidense y de sus asesinas ideas. Es la estirpe de la propaganda la que habla a través de estas películas, la que nos promete morir con gloria, por una causa justa, la que nos jura y perjura que volviendo al estado más primitivo de nuestra especie encontraremos camaradería, familia, entendimiento. Pero ¿Cómo puede haber entendimiento en la guerra y en el combate? ¿Cómo puede haber amor en la muerte y en la destrucción? ¿Por qué el único escape al cinismo postmoderno es el fervor fanático del campo de batalla? ¿En serio se puede escapar a los horrores del capitalismo luchando las guerras que no hacen más que alimentar las arcas de los codiciosos? ¿Por qué hemos de encontrar a Dios en la sangre de nuestros hermanos?


¿Es cierto lo que dice Truffaut? ¿Toda película sobre la guerra está a favor de ella?


No. No creo. Vamos a necesitar otra nota para hablar de eso.


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