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Para Marilyn Monroe

Marilyn, lo confieso.

Vi la oscura mano de tu asesino.

No fueron doctores ni salvajes soldados,

ni siquiera aquel hambriento marino.

Aquella noche de bruma y dolor,

de intensas y frías explosiones lunares,

cuando se produjo aquel fatídico silencio atronador.



Marilyn, lo confieso: presencié tu muerte con total satisfacción.

No me culpes, cientos de sangrientos demonios asistimos a la congregación.

El febril delirio de Hollywood te aplastó hasta dejarte sin aire.

El sueño de la gloria, del brillo plateado de las cintas de cine,

el de la eternidad fantasmagórica y trascendental de los fotogramas,

el de la profunda oscuridad de los finales,

condenados de por vida a volver a empezar.



Marilyn, lo confieso: fui yo quién lo hizo.

Atravesé tu pecho con un puñal emponzoñado

con pensamientos de plomo, sangre de petróleo y retórica fascista.

Moriste abandonada en tu cama de plumas, sumida en el eterno y profundo descansar de las estrellas.

Todos aplaudimos desaforadamente con compasión, lágrimas cristalinas y risas macabras.

El mundo entero ansiaba tu muerte.



Marilyn, lo confieso:

te vi partir, solitaria, oscurecida.

Subiste las sinuosas escalinatas del cosmos.

Te esfumaste en el profundo mar de amor supremo.



Y así, el sueño eterno se disipó en un instante.



 
 
 

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